“Y en el desierto has visto que Jehová tu Dios te ha traído, como trae el hombre a su hijo, por todo el camino que habéis andado, hasta llegar a este lugar” (Dt. 1: 31).

De día en día y de año en año, mi fe confía en la sabiduría y amor de Dios. Ninguna promesa Suya ha fallado, y estoy seguro que así será mientras discurra mi vida. El texto me pide que mire al tiempo pasado desde el día en que fui tomado por Su mano en el lugar de perdición donde estaba, y me hace notar que desde entonces Dios me ha traído, esto es me ha conducido en cada paso del camino. Lo hizo, no solo con poder, sino con amor entrañable: “como trae el hombre a su hijo”. Sí, esa es la bendición más grande en mi vida. Soy el más pequeño e insignificante de ellos, pero me conoce porque soy Su hijo. Su amor está orientado a mí por esa razón. Ningún paso en mi vida ha estado fuera del cuidado divino. Su mano orientó cada uno. No hay un solo tramo del sendero donde el amor admirable de Dios no se haya mostrado. No dudo que hubo sombras en el camino, que en ocasiones me he sentido solo, donde tuve sensación de desamparo, pero en cada instante me ha guiado, “por todo el camino, hasta llegar a este lugar”. Miro los muchos años pasados, en cada uno el Señor me ha dirigido. ¿Acaso también Su mano estaba en las pruebas? Ciertamente, cada una de ellas me alcanzó porque lo ha permitido. Sin ellas no habría podido conocerle como le conozco. Sólo en mis lágrimas pude saber de Su consuelo, y he visto como las cambiaba en fuentes de aliento y bendición. Ninguna de ellas pasó desapercibida. Cada una fue recogida en Su redoma, todas escritas en Su libro (Sal. 56:8). Ahora puedo decir que “ha librado mis ojos de lágrimas” (Sal. 116:8). ¿Y qué diré de mis fracasos y caídas? No he quedado tendido en el lugar de mi tropiezo porque “El Señor sostiene mi mano” (Sal. 36:24). Cuando la enfermedad golpeó mi vida, el Médico divino proveyó de sanidad y en los momentos más graves estuvo a mi lado. He pasado por la experiencia de soledad, cuando Él recogió a Su presencia a quienes eran amados para mí, pero, eso era también la conducción de Su mano, para hacerme sentir la gloriosa realidad, de que Él estaba conmigo. Sí, tengo que dar testimonio ahora de que he sido conducido por Su mano.

Debo seguir mi camino. He descansado un poco bajo el ramaje frondoso del árbol de la gracia, he refrescado mi cuerpo y apagado mi sed en el manantial de Su misericordia. Ahora, Su mano me invita a seguir recorriendo con Él el camino que aún queda. Pero, al reanudar la marcha, mis ojos miran a donde el cielo y la tierra se confunden en lontananza, y allí, el color sonrosado de un nuevo día ha comenzado a hacerse visible. Pronto la luz del Sol de justicia, brillará perpetuamente, apagando las sombras de la noche. El término del camino está cercano. Un tramo más y seré recogido en la casa del Padre. Allí seré unido a los que me han precedido. Con ellos en comunión perpetua recorreré la calle de oro y entraré por las puertas de perlas. No seré un extraño allí. El que me ha conducido por la mano, sin soltarla me introducirá en el lugar que ha preparado para mí. ¡Glorioso Señor, Tú me guiarás en cada momento! ¡Gloria sea dada a Aquel que me conduce aquí y me recibirá allí! 

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