El domingo pasado, en la Escuela Dominical, estudiábamos con los niños ese episodio tan conocido en el que Jesús calma la tempestad. Me imaginaba a los discípulos en medio de la tormenta, luchando con todas sus fuerzas por mantener la barca a flote y no morir todos ahogados. Me imaginaba el miedo en sus rostros, la angustia de pasar por aquella situación tan difícil.
Hasta que llegó un momento en el que se dieron cuenta de que sus fuerzas no eran suficientes y pidieron ayuda al único que podía dársela, a Aquel al que habían visto hacer tantos milagros, a Aquel que de tan cansado que estaba de enseñar y ayudar a la gente durante todo el día dormía tranquilamente en la popa del barco, porque siendo Él mismo Dios confiaba plenamente en el cuidado de su Padre.
Con toda seguridad, cada uno de nosotros pasamos por “tempestades” más o menos fuertes a lo largo de nuestra vida. Tempestades contra las que luchamos muchas veces con todas nuestras fuerzas pero con las que llega un momento en el que nos tambaleamos y parece que la barca de nuestra vida se hunde.
No olvides que si Jesús está dentro de ella no hay nada que temer, porque absolutamente todo está bajo su control (Isaías 43:2). Haz como los discípulos: no seas tú sino deja que sea Él quien controle toda la situación. Confía en Él, creyendo que Dios realizará el milagro a favor de tu vida. Busca al que con todo el poder le dice al mar: “¡Calla, enmudece!”.
Confiar en Él nos da paz en medio de la tormenta.